Minificción "Vademécum"
Autor: Javier Reséndiz
—Pero no vista de acero durante esta jornada —le sugirió apremiante la doncella a su señor, quien se aprestaba para salir a librar la batalla, extendiendo la mano para posarla sobre el pecho de él, en un intento de transmitirle su genuina preocupación—. En lugar de usar armadura, tape sus oídos con esta cera —musitó con oferente dulzura un instante después.
—¿Pero qué dices, insensata? ¿Qué me protegerá entonces del mandoble, del dardo y de la flecha? —replicó el apelado fuera de sí, dando un manotazo a la cera— ¿Acaso quieres verme muerto? —exclamó a continuación con los ojos desorbitados, al tiempo que la tomó por los hombros para zarandearla. En ese instante, en su mente, a pesar de la miel que libó de sus pechos durante la ya fenecida noche, ella sólo le inspiraba un pensamiento: ¡Traición!
—¡Pero es que usted no entiende, mi Señor! —reviró ella con gesto contrito, sin tratar de defenderse o de zafarse de las férreas tenazas que la lastimaban. En lugar de eso se acercó y, elevando sus rasados ojos, explicó con voz decidida el porqué de su inquietud: —El enemigo al que hoy se enfrenta no tiene castillos, ni torreones ni ejército, ¡pero cuenta con un arma terrible!: ¡La Palabra! Y, ¡ay, mi amado Señor!, contra la lisonja y el halago no existen espadas ni escudos que lo protejan...