Cuento "Petatiux Güampire"
Autor: Javier Reséndiz
Las piernas se le aflojaron al sentir la explosión y las consecuentes palpitaciones que irradiaban desde su parte íntima...

Dicen que la suerte se la fabrica uno mismo. De ser así, el Cardenal creyó haberse fabricado una, y muy buena, al ir en pos de la criatura, después de comprobar que no era sólo un mito. Sabía que iba a enfrentarse con monstruo pero, monstruo o no, ese ser contaba con la facultad de liberarlo y de aplacar sus cómos, sus porqués y sus paraqués.
Hacía años que había descubierto que el férreo celibato, los ayunos, la oración y la penitencia, eran rieles del mismo camino en círculo que no lo llevaban a ninguna parte. Que hacer eso y leer ajados libros —infinitesimales partículas de una visión reducida— resultaba equiparable a dos medias mentiras que se retroalimentan entre ellas hasta inflarse y eregirse en una verdad absoluta, tan hueca y tan frágil como una pompa de jabón.
Por lo tanto, en su mente sólo quedaba espacio para dos conclusiones. La primera era que la verdad permanecía a cubierto: muy lejos de ser alcanzada. Y la segunda, que la religión y los hombres eran un par de ciegos, guiándose el uno al otro, ateniéndose a reglas y a códigos artificiales por aquello del puede ser o por si acaso, y que, como resultado de ello, se rema sin saber hacia dónde se va: si se avanza en una dirección cualquiera o si se quedaba estancado a pesar del desgaste. Ese era un martirio que ya no estaba dispuesto a soportar más.
Salvó la pequeña distancia que había hasta el batiente de lámina oxidada que hacía las veces de puerta y la abrió con suma precaución. La criatura que había venido siguiendo estaba parada detrás de ella, viéndolo de frente, con su oscura silueta recortada por la mortecina luz de la noche...
—¡Estúpido pedazo de mierda! No tienes ningún derecho de suplicarme, ni de exigirme que te enseñe cualquier maldita cosa. ¿De qué me viste la cara? ¿Acaso de maestro o de gurú? Si tuvieras los suficientes cojones ya habrías encontrado por ti mismo lo que tanto buscas y que desde siempre ha estado frente a tu vista. Pero no, no los tienes... porque a pesar de todo eres una polilla que se güarece en la oscuridad de mohosos libros, en lugar de vivir tu existencia al máximo, sin las restricciones moralinas que te autoimpones y que ciegan tus ojos y tu entendimiento.
Dicho esto, lanzó un escupitajo que se estampó sobre la túnica del Cardenal. Se dio la vuelta y se alejó de él, dejándolo arrodillado en el piso y con la cara entre las manos, convulsionándose por el llanto.
En ningún instante sintió la necesidad de voltear y echarle una última mirada. La empatía o la lástima por ese tipo de seres, era algo que había muerto dentro de sí en el momento mismo en que tomó plena consciencia de su Yo, y desde que, gracias a ese conocimiento, su verdadera naturaleza se desveló a sí misma, materializándose a partir de la vieja cáscara que enclaustraba sus facultades y su potencial de acción. En pocas palabras: hace mucho, muchísimo tiempo.
El Cardenal no era el primero ni el último hombre que llegaba hasta él. Resultaban un fastidio, pero un fastidio ameno a final de cuentas. Dejaba que cualquiera que lo quisiese pudiera encontrarlo con facilidad, e incluso había ocasiones en que él mismo los buscaba para confrontarlos; porque le divertía ver sus caras de desolación cuando se burlaba de ellos y de sus patéticos sueños de grandeza.
—¿Qué sería de mí sin estos momentos de diversión? Bien, por el momento ya es suficiente; pues hay otras citas por cumplir. ¿A cuál de ellas asistiré esta vez? —se preguntó, sin intentar contener la sonrisa de sarcasmo que afloró en su boca. Se chupó el dedo índice y lo levantó para que la brisa marcara el rumbo a seguir.
Se apeó del taxi que lo transportó hasta el aeropuerto y, como pago por sus servicios, le extendió al chofer una barra de oro puro:
—Toma buen hombre. Cómprate con esto una cerca nueva, para que no se escapen tus borreguitos en las noches de insomnio –exclamó con cara de seriedad. Cuando vio el gesto de asombro del interpelado, no pudo contener más la risa y se adentró a la terminal aérea entre carcajadas: —¡Ja ja ja ja!
Rebasó a todas las personas que estaban formadas en fila para abordar el avión. Cuando llegó a la altura del hombre al que le correspondía el turno, le arrebató los documentos, dejando que su mano siguiera la trayectoria hacia arriba y permitiendo que su cuerpo la secundara, para poder ejecutar una pirueta en el aire. Cuando hubo completado el doble molinete y tocó piso, realizó una genuflexión, sacó el pecho, extendió la mano izquierda hacia lo alto y, como remate a su espontáneo paso de ballet, con la mano derecha le entregó los papeles a la empleada de la aerolínea.
La señorita los revisó con cuidado y comprobó que, el rostro impreso en la fotografía pegada en el pasaporte, era idéntico al de la persona que tenía enfrente. Se los devolvió y le permitió el paso, obsequiándole con disimulo una coqueta sonrisa. Después de recibirlos y de inclinarse en un teatral acto de agradecimiento, le regresó los documentos a su auténtico dueño, quien había presenciado todo con la boca abierta.
En acto seguido, se dirigió hacia la nave para abordarla, dando saltitos y silbando alegremente —como si los pasillos de mármol fueran en realidad los senderos de un florido bosque—, pasando por los siguientes retenes sin mayor problema que en el primero. Cuando el avión estuvo por encima de la alfombra de nubes y él pudo contemplarlas desde su ventanilla, se puso a reflexionar sobre la naturaleza de su creador:
—No cabe duda de que, a pesar de los años, sigue siendo un niño; de lo contrario ya se habría suicidado y los dinosaurios aún seguirían reinando en este planeta —concluyó, completamente de acuerdo consigo mismo.
Después de exhalar lo que pareció un pequeño suspiro de añoranza, le vino a la mente el recuerdo de las ingenuas intenciones del hombre que dejó moqueando en tierra:
—Pobre diablo... le hubiera sido de más provecho dirigirse a los bosquimanos para que lo invitaran a bailar la danza del eland, o haberse exiliado en lo alto de un monte, llevando consigo una buena ración de hongos y mezcalina —bromeó para sí, y soltó una estentórea carcajada que le cortó la respiración a los demás pasajeros.
La aeronave lo depositó justo al medio día de una ciudad donde reinaba el calor. Al momento de salir de la estación, dejó caer la gabardina en el cubo de basura y momentos después sus pasos lo llevaron hasta un parque donde las francas risas de los chiquillos resonaban por doquier. Echó el tronco, la cabeza y las manos extendidas hacia atrás, para saborear el contacto de los rayos del sol, y enseguida tomó una de las veredas menos transitadas: disfrutando del paisaje, de los aromas y de los colores.
En una de las intesecciones del camino, descubrió sentada en una de las bancas al motivo de su visita en ese lugar. Se trataba de una joven de cabello castaño y bien peinado, quien, a través de las gafas de cristal antirreflejante, leía con avidez los apuntes de un experimento genético que llevaba tiempo desarrollando. El se detuvo, ladeó la cabeza y, por un momento, la contempló con la misma actitud de quien ve a una mascota realizar preciosas monerías.
Giró sobre sí mismo y su atuendo cambió al instante, para estar más acorde con el clima y la situación. Los rasgos de su rostro y de su cuerpo también se transformaron: los hombros se hicieron más anchos y la cadera más estrecha. La ensortijada cabellera se claró y se alisó, cayéndole por debajo de los hombros. Las pestañas se alargaron y los ojos tomaron un suave color azul, mientras que los labios adquirieron un tono más intenso.
Cuando los cambios cesaron, no necesitó de espejos para saber que su nuevo aspecto era el ideal para esa cita. Alzó la mano derecha hasta la altura del pecho y con ella braceó el aire. De inmediato, y de la nada, se formó un pequeño remolino que lanzó por todas partes las hojas de texto que la joven tenía sobre las piernas:
—¿Eh? —exclamó sorprendida por la ráfaga de aire que la golpeó. Hizo a un lado el cabello que quedó alborotado sobre su cara y vio con frustración los apuntes desperdigados por todo el piso. Cuando se inclinó para recuperarlos, su cabeza chocó con la de otra persona que hasta ese momento no estaba dentro de su campo de visión. A causa del golpe cayó de bruces al suelo.
—¿Te encuentras bien? —escuchó decir desde lo alto. Levantó la vista para ver quién le hablaba y se quedó impactada con lo que vio. Se trataba de un joven apuesto y bien vestido, pero no sólo eso. Por imposible que pareciera, su aspecto era idéntico al del muchacho que había creado en la imaginación y con el que fantaseaba por las noches.
—Creo que sobreviviré –aventuró avergonzada y entre sonrojos, sin atinar a decidir si sobarse la cabeza o su adolorido trasero, o si levantarse sin mayores preámbulos.
El extendió ambas manos hacia ella y se las ofreció junto con una sonrisa conciliadora:
—Permíteme ayudarte.
Ella accedió y, cuando sus manos tocaron las suyas, un vértigo la recorrió varias veces por todo el cuerpo, iniciándose en la espina dorsal para terminar retumbando en el vientre. Las piernas se le aflojaron al sentir la explosión y las consecuentes palpitaciones que irradiaban desde su parte íntima.
—¿Qué...! —exclamó, azorada por la repentina e inesperada experiencia.
Los brazos de él la sostuvieron para impedir su caída, y el rostro de ambos quedaron a pocos centímetros uno del otro.
—Gracias. No sé qué me sucedió.
—Pierde cuidado —respondió él, siguiendo el juego de las blancas mentiras—, son cosas que pasan. Quizá estabas tan concentrada en tu estudio que pasaste por alto que también debes comer de vez en cuando. Si es así, es lógico que tu cuerpo se haya debilitado y que te pida a gritos que lo alimentes —argumentó con amabilidad, para darle una vía de escape.
—Sí, puede que tengas razón... —asintió ella aliviada y preguntó: —¿Tú eres...?
—Caín... —adelantó él— puedes llamarme Caín.